Pasó tan rápido que no me di cuenta. No lo vamos a negar, yo tenía una trenza armada desde los cuatro años y ella la desataba de a poquito, como si mi peinado fuera otro, como si sólo ella lo conociera.
Yo tenía un lecho tendido y un corazón impaciente goteando al ritmo de las canciones que bailábamos.
Sabíamos que iba a pasar. No porque lo supiéramos sino porque estaba desde antes, en alguna parte de esos cuerpos. Y a veces aparecía y tenía la forma del insomnio entre las amígdalas. Y sólo hizo falta ponerle el rose, la mirada siempre a mitad de camino. Que todos se fueran yendo y que quedáramos vos y yo ahí.
Feliz cumpleaños, me dijiste. Y me regalaste un montón de versos, piezas para jugar al yenga.
Sí, ese mismo día me olvidé los tres deseos.
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